domingo, 26 de abril de 2009

El Tormes números 5 y 6

Hoy recuperamos, para la curiosidad y consulta de cuantos puedan estar interesados, dos nuevas ediciones del antiguo dominical albense El Tormes. En este caso se trata de los números 5 y 6 fechados, respectivamente, en los días 8 y 15 de diciembre del año 1929.
Del número 5 poco podemos añadir a lo ya apuntado en ocasiones similares. Su deficiente digitalización convierte su recuperación en algo casi testimonial al no permitir la completa lectura de la mayoría de sus contenidos.
No ocurre igual con el número 6, del que recientemente hemos podido disponer de uno de sus originales, lo que nos ha posibilitado realizar, por medios propios, una copia digital y tener acceso a la totalidad de uno de los "itinerarios de excursión" escritos por José Sánchez Rojas, que a continuación transcribimos, y que, coincidiendo en la misma fecha, se publicaba tanto en este número de El Tormes como en la también dominical revista madrileña Crónica:


El domingo del estudiante. Un itinerario de excursión
VISITA A ALBA DE TORMES, DESDE SALAMANCA

Veinte kilómetros de distancia, estudiante, a la villa ducal. En el tren, desde la estación; en auto de línea, por carretera. El paisaje, casi es idéntico. Pueblucos tendidos al sol en la llanura; manchas de encinares; los oteros del Arapil famoso; el Carpio más allá, vigilando el Tormes,

Bernardo estaba en el Carpio;
el moro, en el Arapil;
como el Tormes está en medio,
non podían combatir...

Pero desde la carretera es más íntimo y familiar el paisaje, y se siguen mejor las huellas de Teresa de Jesús, la monjita andariega que muriera en Alba de Tormes el 15 de Octubre de 1582. Monte, siempre monte... Pelagarcía, Pelabravo, La Maza, Valdesantiago. La fuentecica teresiana a la vera del camino. Y después, al descubrir la vega, la perspectiva total de la villa, “alta de torres y baja de muros”, que dice el dicho decidero de la comarca. Torres y más torres; el castillo; la torre del Homenaje... Sobre un lecho de pizarra descansa la ciudad de Teresa y de los duques. Hay casas con solaneras mirando al río, casitas bajas y achaparadas, un bloque inmenso de piedra, de la Basílica en construcción. Y paz. Y quietud. En el cielo –azul- no se divisa una nube, y el Tormes canta a todas horas su canción de paz.

Alba es un remanso. Nadie en las calles. Las campanas siempre tañen en alguna festividad. El canto de los afiladores, de los ajeros, de los hueveros, se prolonga en el silencio, denso y macizo, de la villa. Detrás de unos visillos blancos, estudiante, espiarán tu paso ojos negros de muchachas recoletas del hogar, y un piano desgranará una vieja melodía que te hará sonreír. Tu primera visita –ya lo sé– es para las Madres Carmelitas. Verás las reliquias de la Santa; el corazón que aseguraban nuestros abuelos haber visto traspasado por el dardo de fuego de un Serafín, el brazo, el sepulcro que se venera en el presbiterio. Después la celda de la muerte de Teresa. No lejos de esta celda, en el patio del convento, un almendro estéril dio flores blancas la noche del tránsito de Teresa al palacio celeste de su buen Jesús. Los ángeles bajaron hasta el monasterio tocando arpas de armonía inefable. Después te enseñarán la maravillosa Soledad, de Pedro de Mena. Y ya en plena devoción teresiana remata tu excursión con la visita a las Isabeles.

Atravesarás el pueblo, casi todo el pueblo: la Plaza Mayor, asentada sobre porches que fueron arrancados al palacio ducal; la calle de Manterola; la linda iglesia de San Miguel, con sus ábsides románicos; el monasterio de Benedictinas: provéete de almendras para tu novia. Allá en las afueras, ante el jardín del castillo, que algún día sirvió de refugio a Juan del Encinar, de escenario de amor a Garcilaso, de destierro a Calderón y de descanso a Lope de Vega, que firma alguna de sus comedias en la villa, se levanta la humilde iglesia franciscana de las Isabeles, que fue la morada de Teresa antes de que Francisco Velázquez y Teresa de Layz dotaran su fundación. Las ruinas de San Francisco al lado. Por la calzada, al castillo. Desde aquel altozano la villa tiene una perspectiva encantadora. La vega es la misma donde iniciaron sus diálogos Silicio y Nemeoroso. Unos álamos bordean las orillas del río, que, a las veces, forma meandros que buscan la sombra y saben cobijarse bajo la arboleda. Desde el castillo, torna al centro de la población por el viejo barrio de los pajes. El escudo en pizarra de los García, hijosdalgos de la villa; “de García para arriba, nadie diga”; callecitas pinas y viejas hechas con los despojos del antiguo esplendor ducal. La iglesia de San Pedro. Un lindo Santo Cristo en ella y un buen cuadro de Morales, el divino. Como el tiempo se ha detenido desde que entraste en la villa prolonga el paseo por la puerta del rio; asómate a la Torre del Homenaje y vuelve a la Plaza para almorzar.

Encarga el menú, si te es posible, y visita la confitería de Polique en busca de los merengues. Encarga truchas del Tormes, del Barco, que suele haberlas, y muy frescas, y logra que te condimenten caseramente una perdiz. Manjar de dioses. Al casino después. Suelen tener cerrado el Espolón y las iglesias a estas horas; conviene descansar; la quietud ya se te ha pegado al animo, y las manillas del reloj se mueven con un ritmo más lento que en otras partes. Te recomiendo la excursión a San Jerónimo, al remate de la dehesa comunal. Es un delicioso paseo de más de dos kilómetros. En lo que fue iglesia luce todavía gallardamente en los escudos el sol de los Austrias; en las casitas labradoras que circundan el monasterio de los viejos jerónimos verás losas sepulcrales de colegiales antecesores tuyos en la escuela del siglo XVI, que descansan su eterno sueño para siempre en aquellos muros. Nueva perspectiva de la villa, que tanto gustó a Garcilaso. Las dulzuras de la tarde de otoño se condensan en un crepúsculo rápido que va coloreando de mil matices diversos el lecho pizarroso en que descansa el pueblo. No dejes de ver, si tienes tiempo, los famosos enterramientos en alabastro de los Villapecellines que se guardan en San Miguel. Y asómate al Espolón, cuando ya está cuajado y nutrido el paseo dominguero, puedes ganar el tiempo que te queda iniciando un idilio, que te indemnice de la fría ciencia de los libros.

En estos pueblos quietos, que vegetan cansados de vivir, florecen los idilios como amapolas en los praderales de Abril. Y la ciencia debe estar fuertemente aliada en su espíritu, estudiante, a la reja del amor. Tu Escuela salmantina, te lo dice siempre y a todas horas. En los rojos vítores de los viejos escolares; en los bancos de madera carcomidos por el uso de la cátedra de fray Luis, hay, trazados con el color de la sangre o grabados pachorrosamente a navaja, frescos nombres de mujer, a la vera de los títulos de los graduandos y de los escudos y divisas de sus casas y jerarquías. El primer deber del estudiante es vivir altivamente su juventud. En la reja se bebe también la sabiduría en los manantiales perennes de unos labios frescos. Florezcan los idilios en tus viajes, escolar; aprende a tañer la vihuela, a rasguear una guitarra, hazte tuno de ocasión, que vale siempre más ser tuno que bobo; inscríbete en la Tuna de tu Escuela y viaja un poco, como los antiguos capigorrones que hollaban con sus botas zamoranas y sus capas cortas los pueblos de los alrededores, dando serenatas y conquistando bellas. No hay sabiduría sin amor. El que pierde su juventud no podrá nunca almacenar ciencia en los desvanes de su caletre. En estos viejos pueblos todavía conserva el estudiante su prestigio ancestral, y es lógico que lo aproveches para disipar el tedio de aquellas aulas donde os despachan poniéndoos anteojeras como a las mulas, haciéndoos dar vueltas y más vueltas a una noria sin agua, en labor oscura y farragosa.

Al anochecer, antes de emprender la vuelta a Salamanca en tren o en auto, la vega del Tormes recobra su serenidad augusta. Lucen algunas fogatas rojas allá arriba, en los picachos de la sierra de Béjar. Las cuestas de Galiana y de Navales limitan el horizonte; el Tormes reanuda su canción; las luces amarillentas de la villa alargan las sombras de las ruinas en las cuestas y en los altozanos. Hace ya muchos años, en un anochecer de otoño como este, moría en su convento de la Anunciación, en una celdita cuya ventana miraba a la vega, a esta misma vega que tú contemplas ahora desde el muro natural del Espolón, Teresa de Jesús. Ya estaban cerradas las cuatro puertas de la Villa. La de la Torre se abrió varias veces, y por ella se dirigieron al convento pajes y dueñas en busca de noticias. La villa sintió entonces una sensación de angustia. Doblaban a muerto, en la noche, las campanas de Santa Isabel, y de San Martín, y de San Francisco, y de Santa María de los Pajes. Lucían estrellas luminosas como luceros en la noche clara. Y en la villa quedó desde entonces, desde 1582, la huella viva de Teresa pegada a las solaneras de sus casas viejas, a los muros altos que lamen el río y a las almenas, y fosos y contrafosos del castillo de los Alvarez de Toledo.

Por eso, para que por ti mismo señales la huella viviente de la gran escritora y de la mujer singular en este pueblo tan cercano a tu Escuela, he insinuado esta excursión. Te sugeriré otras alguna vez: has de asomarte al paisaje serrano de Béjar; has de asomarte a las piedras románticas de Zamora cuyo silencio esta cuajado de asonancias, cajas, tambores y timbales del Romancero... Regresa ahora a Salamanca. Unos minutos. Terradillos, los montes, la fuente, las cuestas de Pelagarcía, “el alto soto de torres” que cantó Miguel de Unamuno en horas de paz. Las Catedrales se reflejan en el río. ¡Duerme, estudiante, que has ganado el día! Mañana, cuando el cimbalillo universitario rompa tu sueño, verás de nuevo ante la retina de tu corazón la vega de

aquesta tierra de Alba, tan nombrada,

que hizo vibrar tantas veces de amor, ante los encantos de Isabel de Freyre. El espíritu inquieto y juvenil de aquel poeta y caballero toledano que se llamó Garcilaso, y que murió, de cara al enemigo, a sus treinta y tantos años, lejos de esta España que el amaba y conocía tan intensamente.

JOSE SANCHEZ ROJAS

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