Responso civil a José Sánchez Rojas.
«Cuatro palabras tan categóricas y tajantes como inesperadas: Sánchez Rojas, ha muerto. Y una desolación auténtica y fulminante en quien esto escribe.
«Cuatro palabras tan categóricas y tajantes como inesperadas: Sánchez Rojas, ha muerto. Y una desolación auténtica y fulminante en quien esto escribe.
¡Mal regusto nos deja, en su despedida, este año inmortal de 1931, tan simpático y fértil para nosotros!
Se nos lleva en su mutis al penúltimo romántico –el lector se dará cuenta de que nunca se va el último de veras, por más que se diga–, al que era una efectiva supervivencia de la bohemia literaria y periodística española, al escritor cultísimo, ágil, brillante, que ofrecía el vivo contraste de una prosa pulquérrima y cristalina, con su extremado abandono personal.
Sánchez Rojas y su prosa eran el vivo ejemplo del lodo y la flor. Un lodo humano, en el que podía estudiarse todo un curso de etimología y del cual surgía, maravillosamente, una flor de esplendida belleza.
¡Pobre Sánchez Rojas! Vida asendereada, zozobrante, salpicada de altibajos –el agobio tras la opulencia, la tiniebla tras el resplandor-, sufrida y filosófica.
Con tu desprecio de la exterioridad, de la prestancia social y de más elemental asepsia, eras causa perenne de vayas y diretes, de repulsas y aspavientos.
Paisano y cantor de Teresa de Cepeda, has ido a morir, como ella, junto a esa Alba de Tormes, florón de la Salmantica renacentista, junto al castillo ducal del hoy simple ciudadano don Jacobo Stuar, en plena tierra de señorío.
¡Quien había de decírtelo hace pocos días, cuando la Republica, haciendo honor al oro de tu estilo, te nombraba cronista oficial de la proclamación y promesa del nuevo Jefe de Estado!
Cuando en los días –para ti felicísimos y redentores- en que la Dictadura jerezana te confinó a la hospitalaria Huesca, recuerdo me decías paseando por el Claustro de S. Pedro el Viejo:
- Ya ves, la Dictadura ha creído castigarme desterrándome, y me ha hecho un gran favor. Escribo más, gano más dinero, madrugo, me baño todos los días, tengo novia… ¡Quien sabe! A lo mejor, si viene la República un día, acaso queriéndome hacer un favor, me perjudica de veras. ¿Ha sido así, querido Pepe?
No. La República no te preparó la emboscada de esa bronconeumonía que ha rendido tu organismo depauperado, en pocas horas. La República quería tu vida regenerada, digna y fácil. Ha empezado ya a darte la mano, cuando tú, en una escapada al rincón natal, te pierdes definitivamente, escondiéndote en el regazo de la tierra que te alumbro y que te sepulta, avara de tu pobre barro, satirizado siempre.
Con tu muerte, Sánchez Rojas, las letras españolas –ahora si que es verdad la eterna mentira–, pierden un artífice poderoso; la Republica, su cronista oficial; Salamanca y Ávila, su cantor dilectísimo; don Miguel de Unamuno, su fervoroso exégeta; el Café Colonia, su cliente de peor atuendo; Sánchez Ocaña y Pérez Bauces, la más socorrida válvula de su humorismo –«me levanto, me visto, me baño»– y nosotros, tus amigos, tus lectores de siempre, un camarada comprensivo y bueno que disculpa nuestra esquivez y un manantial de prosa límpida y castiza que fluía, inagotable sobre las ásperas hojas de nuestros periódicos.
Adiós, compañero. ¿Hasta cuando? ¿Hasta nunca? Misterio.
El que esto escribe solo sabe que contigo se le va un pedazo de su vida.»
Un Republicano