(A la Excma. Sra. Dª Concepción de Zuñiga; Vizcondesa viuda de Garci-Grande.)
Alba de Tormes, señora, es su castillo, solamente su castillo. Anidarán en él pajarracos nocturnos; se caerá piedra a piedra; servirá de refectorio á chalanes, gitanos y bohemios; se perderán y empolvarán los frescos que adornan un dormitorio de los gloriosos Duques...
En aquel castillo se caerá también una pieza donde se representaban, allá por los años del Señor de 1492, las comedias de Juan del Encina en el oratorio de los Duques. El padre de nuestros dramaturgos era de un lugarejo cercano, de Encinas de Abajo, que le dio el sobrenombre. Protegido por D. Fadrique de Toledo, primer duque de Alba, hacía sus farsas y autos sacramentales en el castillo, en presencia de D. Fadrique Enriques, almirante de Castilla, de D. Iñigo López de Mendoza, duque del Infantado y del príncipe D. Juan.
Y también se perderá la estancia de D. Pedro Calderón de la Barca. Es fama que después de las correrías, aventuras y amoríos del famoso ingenio por Flandes y Milán, se refugió, desterrado, en el castillo de Alba, para aquietar sus nervios. Su destierro coincidió con la caída del conde-duque de Olivares, el favorito de Felipe IV, allá por el año 1648. En el castillo permaneció Calderón de la Barca dos años y medio. Salió de Alba para encargarse de escribir, en 1650, las bodas reales de D. Felipe IV con doña Mariana de Austria. Un año después obtuvo licencia para hacerse sacerdote. El diablo harto de carne...
Estos recuerdos históricos desaparecerán, señora. Y aquel día, inexorablemente próximo, tendremos que llorar la muerte de Alba. Yo quiero entonar al castillo de mi niñez una elegía prematura. Porque el derrumbamiento vendrá por lo que vienen todos los derrumbamientos de los edificios castizos de nuestra España: por incuria de todos, por ausencia de ambiente artístico, por... Sí, a veces también por engaños y supercherías. Los duques de Alba creyeron en 1885 que poseían en la villa que dio nombre á los timbres de su casa, un palacio confortable, pagaban una cantidad anual por la conservación del castillo, y se encontraron con que el famoso palacio servia para los fines más comunes de la casa entre gentes que carecen de ella.
Y aquel castillo es un hermoso bloque de piedra, entre los siglos XII y XIII construido, alto, con su atalaya de homenaje al frente dominando la vega del Tormes que ya cantó Garcilaso:
En la rivera verde y deleitosa
Del sacro Tormes, dulce y claro rio,
Hay una vega grande y espaciosa,
Verde en el medio del invierno frío
En el otoño verde y primavera,
Verde en la fuerza del ardiente estío,
con todo lo demás que sigue en la hermosa égloga.
El Tormes, en verdad, lame los paredones añejos del castillo y canta, lentamente, su canción de eterna paz. Los álamos bordean las orillas del sacro río que arrastra pepitas de oro en su carrera. El paisaje –si es en otoño- es de una infinita tristeza. Chirrían las ruedas de las tenerías y molinos, esquilean las campanillas de los aguadores. Una moza lozana, remangando su brazo blanco y rollizo, dice una canción monótona y larga como el llano. El puente romano, curvo, remendado a trechos, con piedras blancas en unos ojos y pizarras verduscas en otros, completa el fondo del paisaje casto.
Si, Alba de Tormes es su castillo como la vida del mozo se reduce a su ilusión primera y a los ojos de la mujer que le hablo de la vida... sin hablarle. El castillo es la ilusión, el sueño, el verso robusto de la estrofa coja de mi villa. Cuando anochece, y lucen fogatas rojas en la sierra lejana de Béjar que cierra el horizonte, retornan de paseo los curas, el médico de la villa, el boticario, tipos clásicos, reciamente clásicos todos. Hablan de sus negocios, comentan con donaire una boda deshecha, la tardanza de un específico, la muerte de un viejo catarroso quizás. Y la sombra monumental del castillo en ruinas les impone. Y callan. Es su cuarto de hora ideal. Cruzan pajes, dueñas, frailes, saeteros, enanos, bufones, fosos, pozos fantásticos –donde cayeron franceses- por la imaginación de aquellos buenos señores. Algún viejo verde piensa en un beso de labios ducales, dado en un foso, en una noche de luna. Algún erudito diserta sobre la no muy veraz historia de “La maja desnuda” de Goya y sobre el absurdo derecho de pernada, de fácil aplauso en las peluquerías del lugar. El usurero piensa, con disgusto, en lo que costarían los buenos oficios de una dueña, Y aquellos hombres, por un momento ven la vida a través de un verso de Zorrilla o de una leyenda de Bécquer. El que es culto siente escalofríos murmurando unas palabras rimadas de Enrique Heine. La mole negra del castillo sigue proyectando su sombra augusta sobre las casucas vecinas. Y se oye el canto antipático de una lechuza y el ¡cor cró! repugnante del sapo viscoso.
Señora mía: que recompongan eso, que remienden eso. Alba sin su castillo será un pueblo sin leyenda. Usted, que con su corazón generoso, quiso antaño remediar tanto duelo, permítame que escriba esta elegía prematura.
Y que callen los poetas. Aquel castillo es “mió”, sólo “mío” El sabe deshacerse de mis ilusiones viejas y del retoñar de mis nuevas ilusiones. Con su tristeza ha tapado la mía.
Y que sepa de los escombros de su solar el joven duque de Alba y que sus administradores se den maña para ahuyentar sapos y lechuzas de escondrijos solitarios que antes sirvieron de solaz a poetas y guerreros.
Alrededor del Mundo 10-03-1909
Biblioteca Nacional de España