El hecho de que Alba de Tormes esté cerca de la capital condiciona un turismo más o menos estable. Quienes a la villa se acercan lo hacen como si de una escapada se tratase: vienen de mañana y regresan a Salamanca a la hora de la comida; o vienen por la tarde y están en la ciudad universitaria a la hora de tomarse una caña.
Es cierto que a pueblos más alejados, como pueden ser la Alberca o Candelario, “se va por el día”, sin que signifique que lo que en ellos se ofrece sea mejor que lo que nosotros podamos ofertar. Si en esos lugares juega a su favor la distancia, nosotros hemos de arreglárnoslas con otros factores que sujeten al visitante. No todo debe reducirse al turismo religioso, que por otro lado se ve en poco tiempo y a muchos hasta le marea el olor de las velas. Y no todo debe centrarse en un turismo cultural, en una época en la que la cultura resbala.
Bien están los dos, pero no podemos olvidar que hoy, querámoslo o no, el gusto sigue estando en la boca. Y Alba se presenta huérfana de una gastronomía “típica” que llame la atención. No nos equivoquemos: para un salmantino atrae más el vino de El Perdigón o los garbanzos de Tamames que el castillo de los Duques. Lo bueno es que una y otra cosa son compatibles.
Con este editorial reivindicando una diversificación de la oferta turística de Alba de Tormes abría sus páginas el número 29 de la revista L’Aceña que hoy recuperamos en versión digital y en el que, además de sus habituales secciones incluía una recopilación de los “Recuerdos de niñez” de Sánchez Rojas así como diversos artículos entre los que nos ha llamado especialmente la atención el titulado “De galgos y liebres” firmado por Diego Patrocinio.