Para conmemorar el aniversario del fallecimiento de unos de nuestros más ilustres coterráneos, José Sánchez Rojas, acaecido un 31 de diciembre, como hoy, del año 1931, incorporamos a estas páginas electrónicas el obituario que con este motivo, y firmado por el que fuera su director, Antonio G. de Linares, publicaría el 10 de enero de 1932 la revista madrileña Crónica.
“In memoriam”
José Sánchez Rojas
Entró en mi despacho la otra mañana, como entraba casi todos los días, sin anunciarse, sin pedir permiso, apareciendo de pronto ante la mesa de trabajo y tendiendo por encima de ella un brazo esquelético y una mano alargada, inerte y fría, recogida en si misma como esas cortezas de árbol que se abarquillan al desprenderse del tronco: una mano muerta.
— ¡Hola, maestrito!
Era su saludo de siempre.
Arrojó sobre la mesa un ejemplar de Los elogios, de Maragall, diciéndome:
— Este es mi regalo de fin de año.
Luego, sin dejarme tiempo de contestar ni de darle las gracias, anunció de un tirón, con la impaciencia y el alborozo de un niño a quien llevaran de viaje por primera vez:
— Me voy a Salamanca. Pasaré allí las Pascuas. Luego marcharé a Galicia, para dar algunas conferencias en Santiago, en La Coruña, en Vigo.
— ¿Y esa salud?
— Bien
— ¿Se acostó usted temprano, anoche?
— Si. A las cuatro de la madrugada.
— ¡Pero hombre!
— No me riña, maestrito. Voy a enmendarme. Se lo prometo. Ya ve que me he comprado este traje y que le cepillo casi todos los días. Y vengo afeitado, peinado, casi elegante.
— Si; pero me han dicho que anoche, con varios grados bajo cero, salió usted del Ateneo sin abrigo, y así estuvo paseándose en busca de otra pulmonía como la del año pasado.
— iQuiá! Este traje es muy fuerte.
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Se fue, dejándome sobre la mesa tres artículos para publicar durante su ausencia, el libro de Maragall que me ofreció como regalo de fin de año y el montoncito de ceniza del último cigarrillo que le vi fumar.
— Adiós, Rojas. Buen viaje. Cuídese mucho. Salude, en mi nombre, a Mary.
— Mire usted su último retrato.
— ¡Muy hermosa y, lo que es mejor, muy buena!
— ¡Hombre! Más que buena, santa.
Volvió el retrato de Mary a la cartera de Rojas; a la cartera que nunca supo de otros tesoros que no fueran los retratos y las cartas de Mary.
Y la mano inerte y fría, la mano muerta, volvió a tenderse por encima de la mesa:
— ¡Adiós, maestrito!
— ¡Adiós, Rojas!
Creímos que en aquel instante nos separaba únicamente la trivialidad de una jornada más, en la vida. Pero entre nosotros estaba ya Nuestra Señora la Muerte, indecisa todavía en la elección de uno de los dos para la suprema cita. Ahora, el elegido ha sido él… Pero mañana, al decir adiós á otro buen amigo, pensando volver a verle, el elegido y el eterno ausente seré yo.
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Mary fue en la vida de Rojas el hada buena que incansablemente se esforzó por deshacer los maleficios de las hadas malas: de esas hadas crueles que dotaron Rojas de un rostro de insuperable fealdad, para que ese rostro fuera máscara tras de la cual poca gente acertara a percibir el alma insuperablemente bella que ocultaba. Alma de niño, abierta siempre a la bondad, al optimismo y al amor; alma que en un cuerpo apolíneo hubiera irradiado encanto y seducción, atrayendo a las almas femeninas con poderoso imán; alma que, prisionera de su envoltura casi monstruosa, ofrecía en vano sus tesoros a la mujer, eternamente deseada y eternamente fugitiva.
De Mary, el hada buena de Rojas, yo sólo supe que era, y es, una señorita de la mejor sociedad de Salamanca; una señorita que admiraba al hombre de talento y de cultura excepcionales que era Rojas, y se apiadaba de sus miserias, de sus flaquezas y de sus desgracias. «Mi sobrina Mary», la llamaba Rojas. Pero más que la sobrina, era la hermana del alma: la que prevenía, la que aconsejaba y la que en las horas malas prodigaba ayuda y consuelo.
Más de una vez, en días señalados —el de su santo, el de su cumpleaños, la víspera de Nochebuena—, Rojas llegó a mi despacho mostrándome una carta certificada que acababa de recibir, con el sobre escrito a maquina, y en su interior, prendidos a un pliego en blanco, algunos billetes.
Rojas declaraba:
— No se quién me manda este dinero, maestrito. Pero llega como enviado por el cielo. ¡Estaba ya sin un cuarto!
Yo examinaba los matasellos. La carta venia siempre de Salamanca. Y sobre el pliego en blanco, donde nadie había trazado signo alguno, yo leía siempre, con inmensa ternura, el nombre del hada buena y discreta, de la hermana del alma: de Mary.
En los telegramas que refieren la muerte y el entierro del pobre Rojas se habla de las coronas de flores que cubrían el ataúd. Y se dice que una de ellas llevaba en las cintas esta dedicatoria: «A Pepe Sánchez Rojas, con mucho cariño. Mary Santiago Vidal»
Por vez primera leo los apellidos del hada buena; de esta Mary que iluminó con dulce y pura luz las tinieblas del bohemio y triste poeta; de esta Mary a quien no conozco, y que, sin embargo, desde hace mucho tiempo, y por el bien que hizo al gran amigo común, tiene un altar en mi corazón.
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Don Francisco de Asís Cambó hizo cuanto pudo por salvar a Rojas; por salvarle no solamente de la muerte, sino también de la vida absurda y mortal que era la suya.
Le encargó trabajos literarios, pagados espléndidamente. Quiso llevarle consigo en un largo viaje de placer por el próximo Oriente. Y cuando, hace ahora un año, cayó Rojas enfermo, con los pulmones destrozados ya, y estuvo próximo a morir, Cambó le envió algunos miles de pesetas, con la orden de recluirse en un sanatorio de altura y la prohibición de salir de allí, en tanto que no estuviese completamente curado. Cambó pagaba todos los gastos. Rojas obedeció, y durante algunos meses cuidó, al fin, de su salud. Pero la proclamación de la República le llenó de ilusiones y de afanes. Quería colaborar en la obra de renovación española. Quería ver de cerca los acontecimientos. Quería entrar de lleno en el hervor y la inquietud de los tiempos nuevos. Y un día, faltando a la promesa que había hecho a don Francisco de Asís Cambó, José Sánchez Rojas huyó del sanatorio, vino a Madrid, se lanzó a la corriente, volvió a las malsanas tertulias de café, pasó las noches en los cabarets y en la calle, olvidó toda precaución y todo régimen, y de día en día perdió la poca vida recobrada durante los meses de prudente retiro. Cayó en Salamanca, como hubiera caído en Madrid. Y él, que amaba tanto las bellezas de la vida, no supo ahorrar una sola hora de su existencia, como no supo jamás ahorrar una peseta, cuando, dueño de algunos centenares de ellas, las gastaba en una noche, o en un día, para ver en torno suyo un poco de alegría, verdadera o fingida, sin pensar que algunas horas después volvería a encontrarse, solo y misero, frente al problema de no tener con qué pagarse una humilde comida de taberna.
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Rojas era un altísimo poeta que escribía en prosa para librar de todo artificio y de toda esclavitud su exquisita y libérrima poesía.
Y era Rojas un bohemio irredimible, incapaz de previsión, de cálculo, de orden y, en suma, de cualquiera de esas cualidades indispensables para «saber vivir» con arreglo a la ciencia correcta y fría del egoísmo.
Rojas era quizá el último verdadero poeta, en estos días en que los rimadores miden sus versos calculando al mismo tiempo la utilidad que pueden reportar.
Y Rojas era, sin duda alguna, el último verdadero bohemio, en estos días en que la falsa bohemia sirve de disfraz a los negociantes del cinismo.
Rojas era... ¡Que triste es hablar de él así, en pretérito! Pero la Muerte, Nuestra Señora, estaba entre nosotros cuando por última vez nos dijimos adiós: un adiós que debía ser, y será, al cabo, «hasta luego».
ANTONIO G. DE LINARES
Crónica, 10 de enero de 1932
Crónica, 10 de enero de 1932