El último cigarrón de los caminos
Adiós a José Sánchez Rojas
Cesar González-Ruano
Acaba de morir dándonos la impresión de que tan agotado estaba que no ha podido entrar en el otro año por unas horas tan sólo.
Acaba de morir en Salamanca, en su encendida Salamanca, donde naciera aún no hace cincuenta años. En su Salamanca que impresionó toda su vida y dio una dulce monotonía temática a toda su prosa. En su Salamanca de estudiante, en su refugio de cigarrón de los caminos castellanos. Creo que fue Gómez de la Serna quien le llamó así: «cigarrón de los caminos», y es certero y exacto, por su fisonomía de cigarrón abrasado de sol, por su vida transcurrida a saltos, por su vida de las cunetas, por su ojo extraviado que tenía algo de cuenta-kilómetros del infortunio, por su condición voluntariamente miserable y sin ruta.
La muerte de José Sánchez Rojas no ha podido sorprendernos a nadie. En realidad llevaba muchos años muerto. Llevaba muchos así, como renqueando, como tirando de la pesadez de su vida, del enorme bodrio de su existencia. Llevaba quince años tosiendo sobre los veladores de los cafés, fumando el pitillote de la desgana, con la boca torcida de pez en mar de asfalto, en la mirada una llamita de pueril ilusión... Porque Sánchez Rojas se ilusionaba muchas veces con pequeñas cosas, con ingenuos proyectos que le mantenían larvado en la llama viva de la dialéctica de los divanes. (Aún recuerdo la «perra» que cogió con la película de la vida de Cervantes, que quería, hace mucho tiempo que la patrocinara el Estado).
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Yo sé exactamente, con todos sus ingenuos proyectos de arribismo, que Sánchez Rojas jugaba a perder. Este es para mí un gran mérito, su gran triunfo, Triunfo porque, él que jugaba a perder, ganaba siempre, esto es: perdía siempre.
Jugar a perder es hermoso. Yo, que tantas cosas quise ganar, se lo pido a Dios todos los días: «Y déjame perder, Señor, sabiendo lo que pierdo...»
Sánchez Rojas no era un ocioso. Al contrario, Rojas laboraba, pasaba muchas horas al día clavado a una mesa escribiendo artículos. ¡Escribiendo artículos!... Esto es: desangrándose, dispersando la inteligencia. Así, al morir, deja no mucho más que el recuerdo de su nombre ungido por las malas anécdotas. No tuvo tiempo para organizarse, para escribir libros. Apenas nos deja unos cuantos títulos, folletos en su mayoría: «Las mujeres de Cervantes», «Elogio de Julián Sánchez Ruano», «Tratado de la perfecta novia», «Paisajes y cosas de Castilla».
En cambio, la lista de los periódicos donde colaboró intensamente sería interminable.
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Sánchez Rojas ganaba dinero. Recuerdo que hace ocho años, cuando yo apenas ganaba cuarenta duros al mes, hicimos un cálculo aproximado de lo que Rojas podía ganar colaborando, y convinimos que todos los meses ganaría unas mil quinientas pesetas. ¿Qué diablos hacía él con ese dinero? Un traje se le pudría en el cuerpo, los zapatos eran raros objetos dignos del Museo Romántico; dormía en una casucha de la calle de Barcelona...
Pues bien: Sánchez Rojas tenía un secreto erótico. El buen Sánchez Rojas amaba a las lobitas y era con ellas generoso como un príncipe. Su antidonjuanismo era casi conmovedor.
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Ha muerto con el mismo traje que llevaba muerto hace mucho tiempo. Ha muerto en su Salamanca fría. El frío le ha dado un manotazo cruel, y le ha curado definitivamente la tos, aquella tos con la que nos hablaba el pobre Rojas de Bolonia, Florencia, y del conde de Romanones, a quien llamaba Álvaro.
Su muerte la sentimos honradamente muchos de los que llevamos ya varios años haciendo el burro en los periódicos, de los que somos unas linotipias que se mueven con café y leche.
Ha muerto y le llega la hora del honor. Van a hablar de su prosa exacta todos los que sintieron una vergüenza estúpida en circular con él por las calles.
Santa Teresa le cepillará ahora la ropa con amor:
– Pepe, hijo mío, qué descuidado eres... Anda, que vas a ver al Señor,
Porque Rojas, aunque con ello defraude a muchos de los que por esas cosas se defraudan, ha muerto como quisiera morir quien estas líneas escribe; pidiéndole a Dios que recoja su pobre alma desflecada y buena...
En recuerdo de Unamuno y Sánchez Rojas
Miguel Ángel Diego Núñez
Autor del libro “Regionalismo y regionalistas leoneses del siglo XX (una antología).”
Próximos a finalizar el año, recordamos a dos hombres unidos a Salamanca y a su Universidad: José Sánchez Rojas y Miguel de Unamuno. Ambos fallecieron un 31 de diciembre durante la Segunda República, en 1931 y 1936, respectivamente. Los dos fueron profesores en la Universidad salmanticense, Sánchez Rojas de italiano y Unamuno de griego. Parece razonable, en estas fechas, subrayar los aspectos creenciales de uno y otro.
La profundidad religiosa y filosófica de Unamuno es patente cuando se ocupa de la Navidad y la pone de manifiesto de modo especial en su producción poética. En ella aúna el nacimiento del Dios-niño con la muerte de Cristo-hombre y la salvación de la Humanidad haciéndonos, con la resurrección, dioses en cierta medida.
Con velo de mantillas te mostraste
al nacer. Tú, la vida, a los pastores,
rendido sobre el tronco del pesebre
cuando sonó el ejército del cielo Lucas II, 14.
Gloria y paz; mas ahora, ya desnudo
y sobre el tronco de la cruz, deslumbras
al Sol, que su fulgor ante Ti apaga,
Luna de Dios, y a tu mudez responde
la del orbe. Porque eres Tú la vida Juan I, 4.
para los hombres luz, y así al morirte
se quedaron a oscuras; mas tu muerte
fue oscuridad de incendio, fue tiniebla
de amor abrasadora, en que latía
de la resurrección la luz.
¡Dios se ha hecho niño!
Quien se hace niño, padece y muere.
¡Gracias Dios mío!
Tú con tu muerte
nos das la vida que nunca acaba,
la vida de la vida.
Tú, Señor, vencedores de la vida
nos hiciste tomando nuestra carne,
y en la cruz, vencedores de la muerte
cuando de ella en dolor te despojaste.
¡Gracias Señor!
Gracias de haber nacido en nuestro seno,
seno de muerte,
pues al hacerte niño
nos haces dioses.
¡Gracias, mi Dios!
Unamuno también hará referencia a la estrella que quía a los magos y a los hombres:
En la noche, madre del sueño,
Gaspar, Melchor, Baltasar,
la estrella nos lleva a su Dueño,
a sombra de tierra el altar.
Es conocida la devoción hacia Santa Teresa de Sánchez Rojas y su hondo españolismo, que le harán escribir en 1918:
¡Ay! Me duele el corazón, Teresa mía.
Un serafín de amor me lo ha tocado.
Una llaga sangrienta llevo al pecho.
¡España, ella, tú, lo habéis deshecho!
¡Dile a Jesús, tu Esposo, que he llorado,
que lloro y lloraré más todavía!
A las diez de la mañana del último día del año, en el hotel Términus, donde se aloja, rodeado de familiares expira el escritor y periodista después de recibir los auxilios espirituales. Así lo corrobora Antonio García Boiza en ‘La Gaceta Regional’ y afirma:
“Sanchez Rojas fue el constante peregrino por todos los caminos de la vida. Si [se] apartó [de] la ruta, si las nieblas le hicieron más de una vez ir por veredas desconocidas, quedaba la lucecita de su fe teresiana, como la luz misteriosa que en una fría noche guio a los pastores al Portal de Belén, a los hombres de buena voluntad, y que a nuestro escritor le condujo al cancel de la eternidad con una santa muerte.”
El 1 de enero, como relata Emilio Salcedo, “Unamuno, con los hombros hundidos bajo el peso de una gran tristeza, de las dudas de no haber insistido lo suficiente para salvarle de su cotidianidad a salto de mata y de artículo, sintiéndose tremendamente viejo, preside el entierro que cruza el Tormes y lleva, en último y definitivo retorno a su tierra madre, al pobre y desmedrado despojo de aquel ser desventurado, entusiasta e ingenuo, cuya trinidad de entusiasmo literario y humano estaba formada por el agustino horaciano, la santa andariega y el vasco peripatético.”