José Sánchez Rojas
Esta tarde llega la Madre Teresa de Peñarandilla. Llenas de alborozo y de júbilo están en el convento de Santa Isabel. Sor Juana, la Madre Superiora; Sor María de la Luz, maestra de novicias, y Sor Clara, la dulce hermana tornera. Nuevas de la Madre Teresa demanda un paje de los señores duques. El administrador de los Álvarez de Toledo, Francisco Velázquez, mora en frente del convento.
El paje penetra en el vestíbulo del convento franciscano; tira de un cordelillo; una esquila resuena retozona. Sor Clara replica muy dulcemente:
— ¡Alabado sea Dios!
— ¡Alabado sea Dios! ¿Hay nuevas de la Madre Teresa? — pregunta el paje.
— Nuevas hay. Esperámosla hoy mesmo. ¿Viene de parte de la señora Duquesa vuesa merced?
— De parte de la señora vengo. Ya sabe vuesa reverencia — insinúa el lindo paje Juan García, de la familia de los Garcías, los hidalgos de la casa de la Pizarra— los proyectos que tiene mi señora la Duquesa.
— De ellos habló su prima Sor Juana —desliza Sor Clara, iniciando el palique.— ¿Don Francisco Velázquez dotará el nuevo monasterio?
— Dotarálo.
— ¿Y la Madre?
— Para elegir el sitio viene la Madre Teresa.
— ¡Ay, Dios! —replica graciosamente la hermana tornera.— ¡Menguadas vamos a quedar las hermanas franciscas sin la protección de la señora! Oiga: si no se remoza el campanario, vendrá á tierra. Oiga: sucia quedará la iglesia, sucia y negra como alma de pecador, si no la blanqueamos presto. Oiga: la tapia de la huerta caeráse con tanto remiendo y pegote como la hemos echado.
— No tema vuesa reverencia —atajo el paje con solemnidad;— los escudos de la casa de mi señora son los escudos del convento.
Suena una campana dentro.
— Aguarde vuesa merced —dice Sor Clara,— alejándose del torno.
Juan García contempla el vestíbulo. Es pobre, es sencillo, es humilde, como San Francisco, el iluminado de Asís; limpio y alegre como Santa Clara; sonriente como la misma Porciúncula. Un Cristo en la Cruz, con los cabellos ensangrentados, con la mirada dura, muestra sus llagas al paje. La mañana es dulce. La calle de San Francisco es entonces el centro de la villa. Discurren por ella, todo el día, mozas fornidas, pajes desenvueltos, recaderos de monjas, dueñas de palacio sabidoras de las tretas y murmuraciones que corren por la villa, soldados viejos que cuentan grandes mentiras de Italia y de Flandes, donde fueron á pelear á las órdenes del Duque.
El paje espera el nuevo recado de la hermana tornera.
— ¡Alabado sea Dios, hermano!
— ¡Alabado sea, Sor Clara!
Gira el torno levemente. En él aparece un envoltorio.
— Son confituras para la Duquesa, mi señora —dice Sor Clara— Y dígala que acepte los rendimientos de Sor Juana, su prima, y nuestra Madre Superiora, y de Sor María de la Luz, y de Sor Francisca, y de toda la comunidad. Y que se la pasará recado cuando llegue la Madre Teresa.
Sale Juan García del vestíbulo.
Ya en la calle, piropea á una buena moza; charla con los vecinos; detiénese á la puerta de Francisco Velázquez con unos labriegos que conducen piedra de Martinamor. Salen unos devotos de la iglesia de San Martín.
Dos padres franciscanos, de luengas barbas blancas, entran en casa de Velázquez, que su esposa, doña Teresa de Layz, está harto quebrantada y enferma. El paje, por la ronda de Santiago, se dirige al castillo. Aún torna á retozar con otra moza y aún se detiene, en la botillería del Manco, con un soldado bisoño, escanciando ese vinillo alegre, suave, dulce, un poco traidor y embustero, de las viñas de Cordovilla y de Babilafuente, que llena las cantarillas de los artesanos, las cubas de los duques, las repletas bodegas, como catedrales, de San Leonardo.
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La Madre Teresa viene de camino, animosa y alegre, por el alto de Garcihernández. Viene de Medina, por Peñaranda, y apenas se ha detenido una noche para descansar en Madrigal de las Altas Torres, y breves momentos en Coca, en casa de una buena mujer, que ha hecho grandes aspavientos de admiración al hallarse en presencia de una monja, decidida y valiente, que no teme la soledad en los caminos, y que, lejos de rehuir, provoca y anima la compañía del pueblo. Breves momentos ha pasado la Madre en Coca, en casa de la buena mujer, que se hace preciso llegar á Alba antes de cerrar la noche. Y para siempre ha quedado prendada, la humilde mujer, de la Madre. Teresa le ha preguntado por los hijos.
Como tuviera una linda chiquilla en la cuna, Teresa la ha besado y festejado, sin encogimiento; luego ha lavado y fregoteado á otra mayorcita.
Ha comido Teresa con la familia, frugalmente. Aún quería la buena mujer regalar y festejar más á la madre, que viaja graciosamente en una mula.
De camino, Teresa contempla por vez primera el pueblo de Alba, donde ha de morir algunos años después. La entrada es muy hermosa por aquel paraje. El torreón del castillo esté adosado á una galería cuadrada de ocho lienzos y de diez arcos por lienzo. A la conclusión de la galería, se inicia un patio de armas; luego del patio, una enorme casona, y al remate de la casona, paneras, carroceras, corrales... Frente al convento de Santa Isabel, la Iglesia de San Martín. Alba no es ni más ni menos que su castillo; hasta las Iglesias perecen pedirle protección. La vega se extiende á lo lejos, limitada por la mancha gris de unos encinares y por la faja pizarrosa de una colina; á lo lejos, por el telón azul, levemente esfumado de la Sierra; unos murallones, de frente, rompen la monotonía de la serena visión. La villa se extiende hasta San Leonardo, y más atrás de la espalda de San Leonardo, el manchón cárdeno de las viñas, el verde brillante del centeno, un arbolado gracioso más arriba.
Teresa llega al pueblo á la caída de la tarde. El cielo está radiante y puro. El sol se hunde entre fulgores cárdenos, rojizos. El Tormes refleja temblorosamente la sangre del crepúsculo. Unos chicuelos cantan el romance de Blanca-Flor en el atrio de San Martín. Uno de ellos enseña á la Madre el camino del monasterio de Santa Isabel. Momentos después, en el locutorio, charlan animadamente la Madre, la vieja duquesa, un carmelita calzado, Francisco Velázquez, el corregidor que es varón docto y cristiano. Todos están prendados del despejo, del donaire, de la franqueza de Teresa; sobre todo, Sor María de la Luz, no puede disimular su júbilo. Francisco Velázquez dotará el nuevo monasterio con rentas convenientes; la duquesa le ayudará, como está puesto en razón. Los terrenos están cerca de la vega, dominándola. Teresa quiere aire, luz, espacio, para que vuelen sus monjitas.
— Es de harta recreación mirar la vega —exclama la Madre— Desde el camino vengo prendada de su hermosura y lozanía.
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Teresa, enferma, achacosa, triste, llena de quebrantos y de agobios, viene por segunda vez á Alba, á su convento reformado de la Anunciación. Duras han sido las pruebas con que el Señor ha querido templar su fortaleza. En Ávila, un vocero, un abogado presuntuoso y charlatán, ha dicho, delante del Justicia, en pleito que ventilaba la familia de la madre, que la virtud de Teresa es escasa y suelta su lengua. En Valladolid, la priora la ha tratado con despego. En Medina del Campo, unos hombres han apedreado la diligencia en que viajaba, y han armado gran estruendo y alboroto, llamándola mujer correntona y liviana, mujer sin seso y poco asustadiza, con otros disparates dolorosos por el estilo. Tantos golpes seguidos han hecho mella en el espíritu de Teresa, Doña María Colón y Henríquez, duquesa de Alba, ha obtenido del Provincial de la Orden que la madre vuelva á la villa de sus blasones. Por eso Teresa está en Alba, donde ha de morir algunos días después.
La celda de la madre mira á la vega. Teresa, después de comulgar, desmayada y floja, se ha puesto á contemplarla, sin que Sor Ana de San Bartolomé, que la es tan devota y aficionada, haya osado romper el encanto de la contemplación. Unos pinos bordean las orillas del río, que han cantado galanamente poetas y troveros. El puente está lleno de viandantes —gañanes, canteros, soldados ociosos y aburridos, que pasan todo el día contemplando el río, rompiendo su mansedumbre de lago con una piedra, viendo cómo se forman rápidamente círculos y más círculos que se ensanchan, que desaparecen, que tornan á formarse.— Las lavanderas cantan, palmotean, chillan, juegan con las aguas, contentas. Al remate del puente se destaca, preciosa, la mole blanca de la ermita de Nuestra Señora de la Guía, cuyas espalderas están resguardadas con una colina. De allí arranca la calzada de Salamanca, cuya línea se pierde á la derecha entre los árboles, para destacarse nuevamente, en zigzag, junto á unos ventorrillos, á la vera de un altozano. La ermita, la calzada, llevan el recuerdo de la Madre á sus viajes, á sus ajetreos, á sus fundaciones por los pueblos áridos y secos de Castilla. En esos viajes lentos, incómodos, oyendo al pueblo humilde, empapándose de sus amarguras, de sus anhelos, de sus esperanzas, ha formado Teresa el hechizo de su lengua, repleta de modismos populares, de provincalismos, de giros plásticos y graciosos. En esos ajetreos ha llegado Teresa al corazón de su Castilla. Con la experiencia de sus fundaciones, la tristeza, la amargura, forasteras en su ánimo alegre y generoso, han puesto una nota grave, freno poderoso al ímpetu de su franqueza y de su generosidad.
Teresa esta muy enferma; Teresa va á morir; sus ojos han perdido su fulgor inteligente; sus labios, blancos y descoloridos, se mueven perezosamente, con desmayo. Contempla la vega por última vez; sonríe con tristeza. Sus ojos vagan absortos, de aquí pera allá, pensando que también su espíritu, como el paisaje que tanto ama, he sido sereno, plácido, luminoso y tranquilo.
Suena una campanita conventual. La Madre se dirige al coro.
Y aún tiene su última mirada de comprensión abierta, de infinito amor por la Naturaleza; aún sus ojos se posan con insistencia en la ermita blanca y en la sinuosa calzada salmantina. El cielo es azul y las aguas azules como el cielo. Las lavanderas siguen cantando, palmoteando, chillando, jugando con las aguas, contentas de la hermosura del día...
Alba de Tormes, Abril, 1914
LA ESFERA 02/05/1914
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