Reportaje publicado en la edición correspondiente al pasado mes de enero de la revista "Viajar".
Alba y otros pueblos nobles de Salamanca.“Condados y Ducados”: con ese título genérico se agrupa a las comarcas salmantinas de Tierra de Alba, Tierra de Peñaranda y Alto Tormes. En ellas dejaron huella las familias nobles a las que pertenecían, pero también las órdenes religiosas a través de fundaciones y conventos.
Se entiende que Garcilaso dedicara versos al Tormes a su paso por la villa de Alba. Enrocada ésta en un teso de pizarra, el río se agiganta a sus pies, de manera que para vadearlo hubo que tender un puente de 23 ojos. La villa medieval estaba amurallada, con su castillo, y en el río sigue habiendo aceñas y molinos. Dentro llegó a haber una docena de parroquias, aparte de ermitas y conventos. Sólo dos iglesias medievales, de un románico mudéjar, han resistido: la de Santiago y la de San Juan. Ésta preside la Plaza Mayor, y allí se han reunido imágenes, retablos y sepulcros de otros templos, lo que la convierte en una suerte de museo. Con dos piezas sobresalientes: un Apostolado románico, en piedra policromada, y un Cristo atribuido a Vicente Masip, que igual podría ser de Juan de Juanes, o de Morales.
Al margen del pasado medieval (y tal vez romano), la villa adquiere protagonismo con el nacimiento de la Casa de Alba. Ocurrió en 1430, cuando era Castilla un reñidero; Juan II entregó la plaza a la familia Álvarez de Toledo, que le era fiel. Primero la poseyó un obispo, y luego su sobrino, que obtuvo el título de conde de Alba; su sucesor consiguió el Ducado, y dos generaciones después pasaba este título al más grande de la estirpe, don Fernando Álvarez de Toledo, el Gran Duque de Alba, un personaje clave en la historia de la Europa renacentista. Lo educó Juan Boscán, y llegó a hablar francés, inglés, holandés, alemán e italiano. Con 17 años se escapó a pelear en Fuenterrabía, junto al emperador, y se hizo amigo de Garcilaso de la Vega. Luego acompañó a Carlos V a Viena, a frenar a los turcos, y más tarde fue enviado a Túnez, a luchar contra Barbarroja. Intervino en la batalla de Mühlberg, venció al Papa en Italia y, ya con Felipe II, fue enviado a Flandes, donde hizo ejecutar a miles de revoltosos, predicadores, luteranos y nobles respetados, como los condes Hornes y Egmont (Beethoven quiso hacer una ópera con el tema, pero sólo compuso la obertura). Todavía le quedaron arrestos, ya viejo, para sacarle a Felipe II las castañas del fuego en Portugal; allí murió, en Tomar, en brazos de Fray Luis de Granada.
El castillo del Duque de Alba alcanzó en aquellos días su máximo brillo. A la labor de sus antepasados hizo añadir la de artistas de toda Europa; escultores italianos se hacían traer mármoles de Carrara para labrar una galería abierta a la vega, el francés Cristóbal Passin pintaba en la torre del castillo frescos sobre la batalla de Mühlberg (que descubrió en 1960 el primer marido de la actual duquesa, y son lo único que resta, ya que el palacio fue incendiado por un guerrillero en la Guerra de la Independencia, y sirvió de cantera a los del pueblo). El de Alba era un palacio renacentista y humanista.
Y no sólo por sus murales, estatuas o tapices. Allí compuso Garcilaso los versos que describen las riberas del Tormes en su Égloga II. Allí se representaron villancicos teatrales de Juan del Encina, primeros vagidos del teatro español. En aquellos salones trabajó Lope de Vega como secretario del duque Antonio, cumpliendo un destierro de la Corte que duró cinco años; Lope tuvo casa en Alba (que se quiere recuperar) y perdió a su primera esposa, Isabel de Urbina, la Belisa de sus poemas y piezas redactadas en el exilio (La Arcadia, El dómine Lucas…).
Otro cuasi desterrado fue Calderón de la Barca. Lo que ocurrió en realidad es que cerraron los teatros de Madrid, en luto por la muerte de dos miembros de la familia real, durante tres años, los mismos que pasó en Alba Calderón. Hasta un joven Miguel de Cervantes acudió al palacio ducal, a recoger un premio literario; fue en 1614, con ocasión de la temprana beatificación de Teresa de Jesús. Cervantes supo dar jabón a la santa, al pueblo y a los duques: "Aunque naciste en Ávila, se puede/ decir que en Alba fue donde naciste; pues allí nace donde muere el justo...".
También Santa Teresa había frecuentado los salones del palacio, llegando a hacerse amiga de la duquesa. Un matrimonio de Alba le cedió casa y solar para que fundara un convento, cosa que hizo poco convencida. Al cabo del tiempo, la duquesa llamó a su amiga monja, vieja ya y con fama de santa, porque esperaban en palacio el parto difícil de un nieto. Acudió Teresa muy enferma, y murió precisamente en el convento que había fundado, el de la Anunciación, por bajo de la Plaza Mayor.
Entonces sucedió el devoto y necrófilo rifirrafe: se llevaron el cadáver en secreto a Ávila, más tarde lo tuvieron que devolver, y entretanto le habían amputado al cuerpo incorrupto un brazo y una mano, y le habían arrancado el corazón. El cuerpo está en una urna, en el altar mayor del convento; el brazo y el corazón transverberado, en sendos relicarios, junto a la celda donde murió (que se visita). La iglesia, por dentro, guarda pinturas interesantes (de Rizzi y otros artistas) y su fachada preside, junto a la contigua Iglesia de San Juan de la Cruz, la plaza más bonita de Alba, conocida como "de las Madres".
A finales del siglo XIX, el obispo Cámara quiso levantar a la Santa de Ávila una basílica neogótica y excesiva, pegada al convento y asomada al río (para lo que hubo que expropiar 41 casas con sus corrales). El proyecto, firmado por Repullés i Vargas, se inició en el año 1898 (puede verse la maqueta en la Iglesia de San Juan). Como estaba costeado por suscripción popular, solamente se pudo terminar el arranque de las naves. Así ha permanecido durante más de un siglo. Pero ahora, tras la visita del Papa Juan Pablo II, se quiere rematar esta Almudena albense de una manera discreta.
Entre Alba y Peñaranda hay pueblos humildes, algunos con iglesias mudéjares que merecen el desvío, como Peñarandilla, Coca de Alba, Turra, Gajates o Macotera. Este último es célebre por sus botos camperos y calzados artesanos. También hay algo de mudéjar en Peñaranda, que lleva el apellido de otra familia noble, los Bracamonte. Uno de sus miembros, Gaspar de Bracamonte y Guzmán, virrey de Nápoles, fue culpable de la colección de pintura napolitana del Museo de las MM Carmelitas.
Se ve a la legua que Peñaranda ha sido siempre un pueblo rico, gracias a sus mercados. Lo delatan sus tres plazas contiguas y porticadas, donde se guarecen algunas carnicerías de fama a las que acuden propios y extraños en pos de exquisiteces de cerdo ibérico (hay varias fábricas en el pueblo de jamones, embutidos y chacinas, siguiendo la estela de Guijuelo). Pero sobre todo adquirió fama Peñaranda como uno de los vértices de la ruta del tostón (cochinillo asado), junto con Arévalo y Segovia.
Eminentes gastrónomos, como Néstor Luján, se enzarzaron en disputas acerca de cuál de esas diócesis merecía el primado. Aun siendo una sede centenaria, el mesón Las Cabañas luce ahora auténticos comedores de diseño, mucho más acordes con los nuevos tiempos (que han traído al prestigioso arquitecto Álvaro Siza a modelar un centro de la Fundación Germán Sánchez Ruipérez). Con tal intendencia de arte y tostones suculentos, el invierno resulta sin duda más llevadero.
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