Dos mujeres –¿el ama y la sobrina? –, además de su esposa, doña Constanza de Figueroa, y de su hija, doña Isabel de Saavedra, acompañadas del buen licenciado Martínez Morcilla, rodean el lecho de Miguel de Cervantes a la hora de su muerte. La muerte le ronda desde hace días; harto lo sabe Miguel; ya la tiene presentida desde hace tiempo. Componiendo Los trabajos de Persiles y Segismunda, dice al conde de Lemos, su amigo y protector:
Puesto ya el pie en el estribo
con las ansias de la muerte.
Añadiendo después, en prosa llana, corriente y moliente a todo ruedo: «Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos, que ya me voy muriendo y deseando veros presto en la otra vida.»
Miguel muere tan razonablemente como su amigo Alonso Quijano, el caballero de la Mancha. Días antes, el 2 de Abril, ingresa devotamente como Hermano menor de la Orden Tercera de San Francisco. Sus últimos días los consagra por entero a la devoción y a la plegaria. Muere pobre y oscuro y le entierran al píe de su casa, en el Monasterio de las Monjas Trinitarias, sito en la calle de Lope de Vega.
Le amortajan con el hábito de franciscano. El clérigo Fray Félix Lope de Vega y Carpió reza un responso ante su cadáver. El entierro no se verifica hasta el día siguiente, domingo, 24. En la comitiva fúnebre no concurre nadie, pero nadie... Franciscanos humildes, juglares desconocidos, dos escritores humildes de los que ninguna obra nos ha legado el tiempo, dos pobres bohemios de antaño: un tal Francisco de Urbina y un cierto Luis Calderón.
Las exequias son un poco más solemnes, porque Cervantes no es solamente un pobre escritorzuelo, sino, además, un cautivo de Argel. Al lado del presbiterio de las Trinitarias depositaron los sepultureros su cuerpo; las monjitas rezaron gangosamente unos responsos. Ninguna huella quedó en los documentos de la época de semejante inhumación.
Cervantes muere pobre, como había vivido. En Madrid continúa el calvario de Valladolid y de Sevilla. Sus protectores y amigos le socorren tacañamente. Sus editores, presintiendo a los de hogaño, le roban y merman sus míseros ingresos. Los vecinos se encargan de suministrarle los últimos alimentos.
Sobre Cervantes pesa una maldición. No es un hombre normal. El proceso que se le siguió en Valladolid sobre la muerte del caballero Ezpeleta proyecta de sombras y de equívocos su vida andariega y trafagosa. Sus estancias en Sevilla le han enemistado con los nobles y con los profesionales de la pluma. Sus últimos días en Madrid, siempre mendigando, solicitando siempre favores y mercedes, han sido terribles y calamitosos. Apenas si ha podido el mes pasado reunir los maravedises suficientes para descansar la Semana Santa en Esquivias. En las vacaciones impuestas por el físico ha tenido que trabajar para comer. El conde de Lemos no se entera de que su protegido está ya viaticado. «Las ansias crecen –le participa Cervantes–, la esperanza mengua y es breve el tiempo que me separa de la muerte.» Y muere, al fin; muere, en una casa incómoda, estrecha y maloliente, de arterioesclerosis, según las trazas más posibles.
Madrid conserva la casa donde murió Cervantes en la calle de su nombre, y los restos de su sepultura, en el lado derecho del presbiterio de las monjas Trinitarias, en la calle de Lope de Vega. Una ceremonia fría y oficial, una misa de réquiem, a la que asiste en corporación la Real Academia Española, recuerda entre nosotros la fecha memorable. Este día, sin embargo, debiera ser sagrado en la memoria de los españoles. ¿Por qué no se declara esta fecha fiesta nacional? ¿Estamos tan ahítos y colmados de gloria que podamos prescindir del día glorioso en que ingresara en los anales de la inmortalidad el padre de Don Quijote y de las Novelas ejemplares?
Crónica, 24 de abril de 1932