Queda solitaria, en la campiña, la ermita de
Otero, donde entre el prodigio de las piedras seculares se han prendido los más
ricos fervores…
Ya hablamos de ella el pasado año
cuando recordábamos un
díptico firmado por el Padre Raimundo relativo a esta romería.
Este año, coincidiendo, de nuevo, con el día de su celebración, volvemos a ocuparnos de esta tradición, y lo hacemos recuperando
un artículo periodístico de 1924 con el que un albense de los de entonces
describía para los lectores de El Adelanto (06-09-1924) las particularidades de
este festejo popular que, año tras año, invita a las gentes de Alba a subir a la ermita
de Otero el primer lunes de septiembre.
«ROMERIAS CASTELLANAS
Son famosas estas fiestas amables y patriarcales de la arcaica Catilla, que tienen un atractivo que hace brotar el corazón en edénicos jardines de quimeras y aventuras, aunque a ellas no acuden las mozas luciendo su típico traje charro: el jubón de terciopelo, la falda grana o purpurada, el delantal bordado, el justillo sobre el cual caen, desde la garganta, los áureos collares; lo que se conserva en el fondo del arcón familiar como preciadas reliquias…
Las costumbres castizas, los indumentos característicos, se bastardean o se extinguen; nos europeizamos en lugar de españolizamos. Sin embargó, las fiestas castellanas aún conservan notas originales que impresionan y seducen al que por vez primera asiste a ellas.
Alba de Tormes, la villa señorial y vetusta, la de las herrumbrosas rejas, la de los nobiliarios escudos, la de los viejos conventos, ha celebrado, en medio de la mayor animación y el más grande entusiasmo, su anual y clásica romería a la ermita de Nuestra Señora de Otero.
Los albenses se han trasladado, en una sentimental caravana de fervor y de admiración, en esta tarde septembrina, bajo la gloria espléndida y cegadora de un sol que lanza sobre los severos campos castellanos, en un cálido torrente, sus vivas llamaradas de fuego, a la ermita de los muros milenarios, históricos, preñados de reliquias, exaltación y ornato del tiempo que pasó, que encierran la imagen de la Virgen de Otero, y a sus pies, los habitantes de la ducal villa, la han rendido la ofrenda de su profunda devoción.
Y es que estas almas fuertes, apasionadas y devotas de la Castilla de hoy, son como aquellas otras que aromaron con sus virtudes los legendarios romances, como aquellas otras del siglo XVII, siglo gallardo y español, que hicieron ondear el oro y la púrpura de nuestra bandera en los más recónditos rincones del mundo, son como las almas de la Castilla de antaño, la de los esforzados soldados, la de los andariegos monjes, la de los errantes troveros…
Han llegado al santuario gentes rústicas, de Palomares y Terradillos, ataviadas con vistosas prendas que deslíen un olor jocundo, de hogareños aromas, y vienen por las áridas tierras, en dirección al templo, las muchachas de Alba, gozosas, simpáticas, joviales, cogidas del brazo como guirnaldas hechas de bellezas y de risas…
Se reza ante la Virgen y principia el baile. Suenan la dulzaina y el tamboril. Las mozas y mozas bailan y turnan a bailar danzas encantadoras, evocadoras, típicas, de bellos ritmos, de ademanes cadenciosos, de actitudes armónicas y artísticas.
En la callada agonía de la tarde, sobre los dilatados campos salmantinos, se comen sandías, almendras y avellanas. Vibra en el cielo una llama aurífera que viste de amatista las sierras y montañas que recortan el horizonte en caprichosos trazos, y vuelven a oírse las notas agudas de la dulzaina, llenando el ambiente de cadencias y acariciando el espíritu con rosas de bondad y de dulzura.
El baile está cada vez más animado. La polvareda aumenta. Las tostadas mejillas de los labriegos adquieren notas carmín y sus cuerpos recios como plantas montañosas, bailan sin cesar, con extraordinaria actividad, con creciente entusiasmo.
Ha anochecido. Bajo la comba azul del firmamento espolvoreado de temblonas lucecitas de plata, volvemos a Alba de Tormes contentos, alegres, envueltos en los misteriosos efluvios que despiden unos ojos negros, embriagadores, adormecedores, oyendo risas claras y cantarinas qua parecen sones de liras de cristal...
Queda solitaria, en la campiña, la ermita de Otero, donde entre el prodigio de las piedras seculares se han prendido los más ricos fervores, los entusiasmos más acendrados del glorioso misticismo castellano, que nos hacen evocar los pretéritos tiempos caballerescos, de guerreros, pajes y escuderos, tiempos encantadores como un ensueño de amor lejano...
U. Domínguez Diaz.
Alba de Tormes, Septiembre, 1924.»