En estas fechas de marcada religiosidad para algunos o de tradición pseudo religiosa para otros, ofrecemos a cuantos nos visitan un artículo de nuestro paisano José Sánchez Rojas en el que describe algunas de las celebraciones que se llevaban a cabo en Alba de Tormes en la tarde del Viernes Santo; articulo que ilustramos, junto a la imagen de La Soledad, con otra del paso procesional de "La Verónica", a quien Rojas alude en su narración, y que posiblemente resulte desconocido para las últimas generaciones de albenses.
CASTILLA
EL VIERNES SANTO EN MI PUEBLO
(Para Angel Albarran)
EL SERMON DEL DESCENDIMIENTO
Parejas de charritos enamorados, cogidos de las manos hacia San Pedro. Las tres de la tarde, una tarde abrileña y transparente, cristalina y calurosa. Florecen las primeras amapolas en los prados; allá, sobre la vega frontera a la parroquia, canta el Tormes su eterno murmullo de paz. Silencio, recogimiento. Rechinan las botas recién estrenadas y se oye el golpeteo de las abarcas sobre las aceras. Y allá van con su mantilla las muchachas a la iglesia, y las aldeanas con su pañolón a la cabeza, y los charritos con el chambergo tocado de las flores primerizas, y el juez municipal solemne, con su bastón a la diestra, y el Concejo, de negro, al sermón del Descendimiento.
Es un espectáculo lleno de gracia y de color. Cuando yo era niño, las multitudes cantaban un romance de pasión antes de que el sacerdote subiera al púlpito. Hoy, al acompañarle los monagos, se alza un rumor de impaciencia. Unos sacerdotes, de sobrepelliz y estola, se colocan junto al Cristo clavado en la Cruz. Suben a unas escalas, desclavan con el martillo la santa imagen, le quitan la corona de espinas, sostienen su cabeza, le trasladan al sepulcro. Gráficamente ven los fieles el drama del Calvario en la parroquia de San Pedro. La calle de la Amargura, la piedad del Cirineo, el encuentro de las tres Marías, la santa faz que recoge en un lienzo la Verónica… El sacerdote, con voz vibrante y atenorada, va recordando los episodios del tormento del Justo. Los charritos de las aldeas prorrumpen a las veces en interjecciones lastimeras. Hay momentos de una honda emoción. El sacerdote condena en este momento al forajido que abrió con una lanza el divino costado; el pueblo ve manar la sangre del hijo de Dios. Ahora se oye el martillo desclavando el brazo derecho; minutos después, trasladan los sacerdotes el cuerpo del Cristo al sepulcro del que ha de levantarse…
El predicador concluye; los pasos, rematados desde el viernes de Dolores, comienzas a moverse. Los que han de llevarles hacen ejercicios con los cayadotes. Aparece la oración del huerto; Jesús, entre naranjas, apura el cáliz de su dolor y lo acepta de su Padre; en el balcón de Pilatos, unos grotescos judíos de cartón flagelan las espaldas del acusado… El sepulcro; el puesto de la Guardia civil; un nazareno con los pies descalzos; las hembras con traje negro; faldas que crujen, una marcha fúnebre; los alcaldes con unos junquillos enlutados. Primavera, recogimiento, fragancia, sol de abril. Sigue murmurando el Tormes, se oye el paso de una diligencia por el puente; los chiquillos tocan sus carracas en los patios de las iglesias. Allá, por Santa Isabel, en un alto de la comitiva, unos pajaritos huyen asustados hacia la vega –azul, morada, rosa, añil-, hacia la vega que canta su canción de fecundidad en esta hora.
EL SERMON DE LA SOLEDAD
Al anochecer; pasos queditos; cantar gangoso de monjitas; el tenebrario apagado casi del todo; crepúsculo lento… Allá arriba, en el cielo, se remata una fiesta de luz. Las ocho.
En esta iglesia donde yace Teresa de Jesús, ningún adorno extraño, ningún cintajo de mal gusto, ninguna imagen de cartón piedra, te distrae. Los cuadros de Ricci están cubiertos; cubierto también el sepulcro de la fundadora; solamente, en la derecha del presbiterio, María, tocada con abandono, con los ojos cuajados de lágrimas, silenciosamente llora ante ti, cristiano, la muerte de su hijo.
¡Qué bonita es la Soledad de mi pueblo! Un artista del Renacimiento la esculpió; D. Fernando Álvarez de Toledo la trajo de Nápoles a su castillo; la duquesa vieja, amiga de la Santa, doña María de Colón y Henriquez, nieta del navegante, la regaló al monasterio. Es una faz de niña; los ojos castaños están abismados en su dolor; la boquita, purísima, se cierra graciosamente dejando unos pliegos virginales; las manitas, cruzadas, dejan al descubierto las muñecas de una “ragazza” napolitana, nacimiento de brazos robustos y aldeanos, aliados y amigos del trajín.
El predicador nos habla del padecer de María. El artista anónimo ha puesto en su imagen algo más que el dolor de una madre; una secreta y ponderada armonía, una continencia de gesto, nos habla del dolor de la madre consciente de la misión divina, redentora, de su hijo. Se diría que padece con gusto para que no padezcan los protervos; se advierte que aquellos ojos no se han secado en el Calvario porque esperan la hora de la resurrección.
El predicador nos habla del padecer de María. Y luego glosa el organista los conceptos del predicador. Las manos ágiles del Padre Manuel murmuran, suplican, rezan, lloran, cantan, ríen, crujen de espanto sobre el teclado doble. Se canta el “Stabat Mater”:
“Stabat Mater Dolorosa
juxta conceur lacrymosa
dum pendebat Filius…”
juxta conceur lacrymosa
dum pendebat Filius…”
Se apagan todas las luces; los Carmelitas salen a la plazoleta, encapuchados, con sus capas blancas; las notas del órgano, oídas desde lejos, son el mejor comento a la dulzura, a la majestad, a la tibieza, a la fragancia de esta noche del Viernes Santo…