viernes, 4 de noviembre de 2016

Julián Moreiro: El hombre cordial.

El pasado 27 de octubre se desarrolló un acto de recuerdo y homenaje a Julián Moreiro en el IES madrileño Ciudad de los Poetas, último de los centros educativos en los ejerció como profesor de lengua y literatura. En el transcurso del mismo se le dedicó la biblioteca del centro y también se presentó el libro Julian Moreiro: El hombre cordial, una publicación no venal –de la que ya se prepara una segunda edición– costeada y elaborada por amigos, compañeros y discípulos de Julián llena de entrañables recuerdos y de algunos de sus textos, como este que transcribimos que escribió con motivo de su jubilación. 

Elogio del oficio de enseñar. 
Cuando empecé a dar clase, Franco todavía no se había muerto, que ya eran ganas de fastidiar. Fue en un colegio semiclandestino de Vallecas, regido por dos enigmáticos personajes que debían de pertenecer a alguna secta y por un conserje mucho menos subrepticio que aún llevaba en la frente la huella del tricornio. No sé muy bien qué hice, cómo sobreviví al miedo escénico y qué diablos pude enseñar a aquellos vociferantes zangolotinos de octavo de EGB. Yo no había llegado a la enseñanza por vocación, aunque tampoco recuerdo que lo hiciera por descarte o por despecho; no sé, a lo mejor lo hice porque, como dijo George Bernard Shaw, «el que sabe hacer una cosa, la hace; el que no sabe, la enseña». El caso es que muy pronto me noté en mi medio natural, como si hubiera nacido para esto. Hoy estoy seguro de que, de no haber sido profesor, solo hubiera sido un cantamañanas que sabía hacer cosas.
En mi despedida, quiero afirmar algo que he dicho otras veces, una de las pocas certezas que he adquirido con los años: este es el mejor oficio que existe. Y no por aquellas tres famosas razones que esgrimían los cínicos: julio, agosto y septiembre.
No. Yo creo que este es un oficio inestimable porque las relaciones laborales han sido siempre en él menos importantes que las relaciones afectivas. Porque la experiencia mágica de notar cómo de pronto, en una clase, un martes cualquiera, se establece una comunión absoluta con los alumnos, es difícilmente igualable (aunque esporádica: no se puede ser sublime sin interrupción, diga lo que quiera Baudelaire). Porque tratar siempre con personas que tienen la misma edad mientras uno va atravesando las crisis que trae cada nueva decena es lo más parecido que puede vivirse a la ilusión de la inmortalidad. Porque ver crecer a niños que aprenden menos de lo que desearíamos pero mucho más de lo que solemos creer y de lo que alcanzamos a comprobar es un espectáculo maravilloso, como todos los que ofrece la Naturaleza. Porque, como dijo no sé quién, enseñar es aprender dos veces. Porque, en un mundo tan sobrado de individuos hoscos, insatisfechos y desabridos, tratar a diario con adolescentes que siempre parecen felices es una suerte. Y en fin, porque compartir intereses con todos los compañeros de trabajo, afinidades con muchos y cierta intimidad con algunos es un privilegio que ninguna orden de principio de curso puede arrebatarnos.
Ahora que corren malos tiempos sigo pensando lo mismo, a despecho de reformas ominosas, de instrucciones furtivas y de autoridades maleducadas, malencaradas y malintencionadas. Como ya tengo pie y medio fuera, puedo decirlo sin pudor: somos gente importante y no podemos tolerarnos el desaliento. Este oficio, a prueba de ocurrencias y descarríos legales, trasciende nuestra propia circunstancia; lo dijo Henry Brooks Adams, un intelectual americano que vivió entre el siglo XIX y el XX: «Un profesor trabaja para la eternidad: nadie puede decir dónde acaba su influencia». Ya dije antes que somos un poco inmortales…
Hasta siempre. Salud y Escuela Pública.
28/6/2013

Última actualización: 08-11-2016

4 comentarios:

  1. Ángel González Pérez4 de noviembre de 2016, 8:46

    ¿Alguien podría indicarme cómo conseguir algún ejemplar de este libro?

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  2. Hola.Yo también estaría interesada en adquirir un ejemplar.

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