lunes, 5 de abril de 2021

El Santo de Valdecarros

Vecino de la cercana localidad de Valdecarros, se llamó Roque Carabias Delgado, y, según parece, en los comienzos del pasado siglo, renunció a una vida acomodada para dedicarse a ayudar a los más necesitados.
De él hemos sabido gracias a estas dos semblanzas –que reproducimos– publicadas en distintos medios de comunicación de la época y, curiosamente, ambas escritas por dos populares coterráneos nuestros que alcanzaron a conocerlo. Una de ellas, la más literaria, firmada por el escritor y periodista José Sánchez Rojas –reproducida, como en él era costumbre, en diversas cabeceras y en su libro Paisajes y cosas de Castilla– y otra, la primera publicada, nacida de la pluma del abogado –y propietario de la primera central eléctrica de Alba de Tormes– Luis de Zúñiga y Clavijo.

El Santo
Luis de Zúñiga
En medio de extensa llanura de tierras labrantías, cerca de la villa de Alba de Tormes, existe el pueblecito de Valdecarros. En él, desde las diversas posiciones en que les colocara la fortuna, todos se dedican al cultivo de la tierra de su extenso termino municipal. Entre sus habitantes vive el labrador Roque Caravias Delgado, a quien sus convecinos conocen por el sobrenombre con que encabezamos estas líneas ¿Por qué han dado en llamarle así? A fuerza de fuerzas, el mismo nos ha confirmado lo que la fama ha extendido recientemente por toda la tierra de Alba, refiriéndonos su vida con la encantadora sencillez del hombre que, libre de toda clase de vanaglorias, tan alto pone su corazón
Es Roque Caravias cenceño de cuerpo y de rostro simpático, está en edad madura empieza a ser viejo. Su padre, muerto hace poco tiempo, le mejoro en testamento en el tercio de sus bienes, tercio que él renuncio en beneficio de sus hermanos. Terminada la testamentaria, en la que se inventario propiedad territorial por valor de algunos miles de duros, correspondieron a Roque heredades que en el acto ofreció a sus hermanos por menor valor de aquel en que se le habían adjudicado y mucho menor del que positivamente tenían, realizando con la venta quince o veinte mil pesetas en metálico.
Poco duraron en su poder. Ansioso de aupar al necesitado y conocedor de las desgracias que le rodeaban, llevo pan donde el pan hacía falta, el buey donde la yunta se había descabalado, albañiles donde la cumbrera se hundía y en poco tiempo ha distribuido íntegramente su capital con el acierto que inspira la firmísima voluntad de hacer bien.
Después, como antes de heredar, a trabajar, y trabajando está hasta el domingo, en que lo que le sobra del salario que gana como excelente aperador, lo regala al que cree que lo necesita más que él.
Para comprender en toda su extensión la calidad de este filántropo, es menester tener en cuenta la idiosincrasia del país. En todas partes la propiedad de la tierra constituye el ensueño de la generalidad de sus moradores, pero aquí, donde se carece de industrias, donde los negocios mercantiles están limitados a un tráfico insignificante, los financieros son punto menos que desconocidos y todo medio de ganarse el sustento no existe, la tierra es la codicia de la vida. A ella está unido el aldeano de tal suerte, que no es raro observar que su posesión ocupa en sus afectos lugar preeminente al de la familia.
Este hombre extraordinario que recuerda más a San Francisco de Asís que a Tolstoi, que no ha oído hablar en la austera labor que constituye su existencia, de democracias, falansterios ni socialismos, siente la fraternidad universal con una resolución avergonzadora para los teorizantes más briosos. Predica con el ejemplo. Su gran obra no espera nada. Hace el bien en lo obscuro y duerme tranquilo sin preocuparse de lo que piensen o hagan los demás. Pero los demás deben preocuparse de él, y ABC darle a conocer.
Bien está que Roque, El Santo, como se le llama con justicia, vaya a arar ¿verdad, Sr Maura? Pero también podía ir con la cruz de Beneficencia colgada de su mugriento chaleco. No todos los dorados uniformes que la ostentan encerrarán sentimientos más nobles y generosos.
Es verdad que probablemente el Santo Roque no aceptaría la condecoración.


El Santo
José Sánchez Rojas
Apenas despuntaba el alba, cuando, encapotado en la fuerte manta, subo al rucio matalón del médico. Llueve. Las herraduras nuevas del caballote, al machacar los chinarros de la calle, levantan chispas a su paso. La campana de las Carmelitas tañe sonoramente. La diligencia, tropezándose como un beodo, suena su herraje roto, camino de la estación. Y todas las campanas de la vieja villa, saludando el bronce carmelitano, prorrumpen en alegre algarabía: primero, la campana de San Pero, doctoral y grave; la de San Juan después, sonora y viril; la de los Padres la última. Las cosas van recobrando sus contornos, y se disipa, poco a poco, la tinta azul del telón mañanero.
En la puerta del río, junto al Tormes, a los pies de la torre del Homenaje de los Duques, va un labriego en su carro. Curte su rostro el frío. Con la aijada en lo alto, el hombre va cantando con voz gangosa:
“Esquilones de plata,
bueyes rumbones:
¡Estas sí que son prendas
de labradores!”
Mi amigo y yo llevamos al paso los jamelgos. Salimos de la villa. La cinta de plata del claro río que cantara Garcilaso, remata a lo lejos, cabe las nevadas montañas de Béjar. El río defiende su curso en semicírculo. Murmura lentamente su canción de quietud. El pueblo pizarroso, “alto de torres, pero de muros bajo”, se agazapa, a la sombra del castillo grietoso. Unos chopos aguantan a pie firme la helada: del castillo son guardianes celosos y seculares. Entramos en la dehesa comunal. Las ruinas del convento de San Leonardo, vistas a la madrugada, son de un singular hechizo. Una cabra muerde la hierba en lo que fue coro de la iglesia. Junto al esplendido patio gótico, tendido en una manta, reposa un gañan; su cabeza descansa en un saco de paja, que sostiene un medallón que cayó a tierra, desprendiéndose del hueco. Y seguimos nuestra caminata. Las cuestas de Galiana esconden ya la villa: estamos en la llanura parda, ante los surcos infinitos y quebrados. Un puebluco de adobes se ampara al calorcillo de un monte: Navales. Nuestros caballos trotan escandalosamente en las rúas del lugarejo. Y tornamos a salir a la llanura. Ni un regato, ni un árbol. En estas veredas, holladas en sus peregrinaciones por Teresa de Jesús; en estos vericuetos donde escondieron su vergüenza los franceses después de las derrotas de Arapiles y de Garci-Hernández; en estos rincones, que cantó el anónimo juglar del Romancero, con las andanzas de Bernardo el del Carpio y del Moro el del Arapil, la tierra parda adopta un ceño adusto, hosco, casi trágico. Se nos antoja que asoma la testa el Cid, montando en Babieca, junto al leal obispo D. Jerónimo, o que aparece en la cuesta Don Quijote, caballero en Rocinante, a la vera del burro respingón y nervioso del buen Sancho.
Mas todo es un efecto de espejismo. En dirección opuesta a la nuestra vienen un cura alto y el albéitar del lugar, panzudo y socarrón, que marchan a Alba a yantar, que un misacantano celebra su misa nueva. Detenemos las cabalgaduras. Temblando de frío, cambiamos el socorrido cigarrillo.
– ¿Conque a Valdecarros?
– Sí; a Valdecarros – respondemos.
– ¿Y esta el Santo? – pregunto al presbítero.
– Si; Allá dejé al tío Roque. ¡Cuidado con preguntarle nada! ¿eh? Si husmea que usted va con malos fines para sacarle en los papeles, su boca se cierra a cal y canto.
Y luego, en una exclamación suelta, donde hay sus posos de picardía y sus migajas de compasión, añade con voz sonora:
– ¡Estos literatos...!
Nos despedimos. Cuestas y más cuestas. Desgarra el sol la neblina. Cuando queremos gozarle, nos empotramos en un barranco. Resbala mi caballejo y se repone con presteza. En lontananza, Valdecarros.
Es un pueblo como todos los pueblos de Castilla. Más pelado, más seco, más árido que todos juntos. Descubrimos sus casucas, las tenadas de los corrales, los portalones enjalbegados. Las casas de los primates están pintarrajeadas de colores vivos y chillones. La iglesia inicia una plazoleta castiza. Forman un lienzo la casa rectoral y la mansión de un pudiente, y los portalones de la alhóndiga el lienzo opuesto.
Nos esperan junto a la iglesia. Asistimos a la toma de posesión de un médico. Casi procesionalmente, de un modo formal y grave, marchamos con la comitiva al Concejo. Se celebra sesión inaugural. Léese el acta de la anterior. Los forasteros nos calentamos al brasero de la comunidad. Nos ofrecen pitillos de las enormes petacas. El teniente luce flamantes botones de oro en la rizada pechera; el alcalde viste impecable chaquetilla de terciopelo; un pavero flamante el secretario. Cambiadas las firmas entre el titular y el Concejo, salimos después, con cierto orden de jerarquía, a casa del alcalde, de corrobla.
Desfilan los notables. Y llega el tío Roque, el Santo del pueblo, escuálido, flacucho, alto como aijada de picar bueyes, grave como héroe de Calderón que anduviese en litigio con la buena fama, espiritual como aquel San Francisco del Greco, en que la amplitud de la túnica deja adivinar la flaqueza y flojedad de la carne, que apenas palpita debajo. Viste de charro el Santo; el sombrero, cónico, juega con timidez entre sus dedos huesosos y largos; como Luis Gonzaga, cierra los ojos avergonzado; los botones del cuadrado chaleco, que antes fueran centenes y medias onzas, son hoy rodajas de hoja de lata; de estameña basta es el paño de la vestimenta; las medias, de grueso algodón, deben de picarle la piel, amarilla y flaca. El buen Roque es la admiración del pueblo. De mozo rondó como todos, cantó en las verbenas, amó a la lumbre de los escaños, repicó con los nudillos de los dedos la puerta amiga, puso flores silvestres, con olor de tomillo y mejorana, en el ventanuco de la moza garrida. Pero Roque era de la madera de los místicos. En la alacena de la cocina tenía la vieja Biblia de los abuelos, el Quijote, el Año Cristiano, el Kempis, de los abuelos también. Picó en letrado y se dio a la lectura con fervor. Acaso el monje benedictino abrió los ventanales de su espíritu, encarándole con el cielo, con este cielo que él ve todos los días platicando con la llanura en toda su infinitud; acaso los desengaños del ardiente sultán asiático quebraron los propios sueños; tal vez aquel retorno de las mujeres que a la salida del pueblo del Toboso inspiraron sensatas consideraciones al socarrón de Sancho, le llevaron a sospechar que las Dulcineas no son más que parto de la fantasía de los andantes caballeros. Lo que fuera, Roque lo sabe y yo lo sospecho. ¿Amores desgraciados? Tal vez. Sólo la desventura es fecunda para el ánimo fuerte y manantial de prudencia ¿Anhelo de gloria? Acaso. Marchase el placer cuando se busca; torpe cosa es el deleite una vez satisfecho. Solamente la gloria llena el corazón donde no se incuba la ruindad. Ello es que Roque dejó la reja por la confesión, la novia por el padre de almas, el palique del serrano por el áspero examen de conciencia. “Si quieres seguirme –leyó en el Evangelio, Roque– deja tus riquezas y toma mi cruz.”
Y tomó la cruz del Señor, Roque. Heredó de sus padres seis mil duros. Repartiólos en limosnas calladas y secretas. De amo pasó a criado de labranza. En su rostro hay siempre una chispa de alegría, de equilibrio, de serenidad. Recientemente, por cuenta del concejo, que le daba peseta y media diaria, limpiaba una charca del lugarejo, con los pies en el agua todo el día. Y recuesta su cabeza no en blanda almohada, sino en dura piedra. Y deja los romances de los ciegos y los papeles de la ciudad, por los versillos del Evangelio y las aserciones de Kempis. Y como buen Santo, fiero enemigo del pecado, es blando y tolerante para los pecadores. Como San Francisco, desea el tío roque que nos inunde la tierra en un baño de piedad y de amor.
Invitan al tío Roque a la corrobla y le ofrecen vinillo alegre de la cosecha nueva: niégase el tío Roque. Le ofrezco un cigarrillo, y tampoco acepta. Quiero que hablemos de él, y rehúsa el tema. Su anhelo es pasar inadvertido, no ser blanco de las miradas de las gentes.
– Tío Roque –le pregunto–, ¿por qué dio usted su dinero a los pobres?
Sencillamente, como quien refiere un incidente vulgar, replica el tío Roque, a la puerta de la casa del alcalde, despidiéndome:
– ¡Porque Dios lo manda!
Y, esquivándose, añade:
– Y salude a su padre. Ya sabe dónde tiene un amigo y una casa, con fina voluntad.

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