lunes, 14 de abril de 2014

Recuerdos del Viernes Santo

Meditaciones y glosas
El Viernes Santo
José Sánchez Rojas

Recuerdo, con sus detalles precisos, los Viernes Santos de mi niñez. Era primero el oficio en la iglesia, severa y denuda, de las Madres Carmelitas; el silencio de las calles, las primeras fragancias de la primavera en el ambiente, luego el potaje con sus espinacas y la langosta, y las rodajas de merluza, y las torrijas de pan, huevo y leche, el arroz dulce, después. Nada de juegos en el casino. La mesa del billar estaba tapada; no se oía el ruido antipático de las fichas de dominó sobre los tableros de mármol. Y a las tres de la tarde, la salida de los judíos.

Allá, en aquella preciosa iglesia de San Miguel, donde también se rezaba la novena de las Animas por un clérigo de voz angosta y quebradiza, comenzaban los “remates” de los pasos en fanegas de trigo:

- ¡Doy tres fanegas por la Oración del Huerto!
- Y dos celemines más - añadía otro, levantando la puja.
- ¡Hasta cuatro fanegas doy!
- ¡Cuatro fanegas, cuatro, cuatro, cuatroooo! -exclamaba en voz alta el capellán de San Miguel- añadiendo después, como en las rifas:
- ¿Quién da más?

Daban más los labradores. Daban las naranjas, la cera; pagaban un novenario.
Y con los pasos restantes –el balcón de Pilatos, el Cristo atado a la columna, la Santísima Virgen de los Siete Dolores– se repetía el remate. Solamente estaba libre de tales cuidados la bellísima Soledad, regalo del gran duque de Alba al Monasterio de Carmelitas Descalzas.

Y al filo de las cuatro salía la procesión. Nazarenos encapuchados y enmascarados. Mujeres con la cabellera suelta y con los pies desnudos, niños y niñas vestidos de angelotes, con alas de papel dorado y el vestido como un lampo de nieve. Mis devociones de niño me llevaban, con mi cirio encendido, detrás de la Soledad. Temblorosamente, rezando Aves y Salves en silencio, caminaba mi niñez, añorando lo infinito, vislumbrando el dolor infinito de la común Madre de todos. Y juraba no pecar nunca, no ofender nunca a la Madre, ser bueno, muy bueno para que no se enfadara nunca María conmigo… ¡Anhelos santos de la infancia, que perduran, a lo largo de la vida siempre, y que son el perfume del dolor y de los encontronazos con que la turbia realidad desbarata y borra luego nuestros sueños!

Recuerdo el itinerario de la procesión; mi pueblo está ya muy cambiado; la mayoría de los espectadores de entonces han muerto ya. El sermón del Descendimiento era escalofriante para mí. Se desclavaba al Cristo de la Cruz; se le encerraba en el sepulcro; se sellaba éste por los presbíteros de estola y de casulla. Un rumor de piedad sacudía las entrañas del pueblo. “¡Consumatum est!” Y el pueblo se arrodillaba ante el sacrificio del Cordero…

¡Dios mío, la procesión del Viernes Santo en mi niñez! ¡Si todavía, “todavía” respiro sus perfumes abrileños, y oigo la antigua canción del Tormes, y veo las rojas luces del crepúsculo! Allá por el altozano de Santa Isabel, a la vera del Castillo, lucían las primeras amapolas en las torres paniegas; la vega –eternamente verde– florecía ante la renovación del Dolor Augusto; de la tierra surgía como un estremecimiento, como una palpitación de sus entrañas, que era canción, y era promesa, y era nuncio de fecundidad y anticipación de recolección y de fruto – y los cantos a María se mezclaban con estos rumores de la tierra y con esta sonrisa de los cielos.

Las mujeres se tocaban con la mantilla negra y con el traje –negro también– de raso de las grandes solemnidades. No llevaban joyas, ni flores; a lo sumo, la pulsera de pedida, el aro de noviazgo que pasó. Y el señor alcalde, enlutado, sin el bastón de autoridad, con la corona de espinas, ornada de lazos negros, en la diestra. Y con el juez de instrucción, el capitan de la guardia civil, y mi santo maestro don Nicolás –devoto de la Soledad– y don Pedro Canto de uniforme, y mi padre de juez municipal severo y grave, el presidente del Gremio de Labradores, y la Cofradía del Santo Cristo de San Jerónimo, y los Padres Carmelitas Descalzos, y una turba de mujeronas detrás. Y la charanga del pueblo tocando himnos funerarios en la carrera.
Y luego a las tinieblas. Tocábamos las carracas con furia cuando en el tenebrario lucia una sola vela amarilla. Después, el sermón de la soledad. Allá arriba, en las gradas del presbiterio, sonreía de tristeza la dulce imagen. Sus ojos brillaban ante el resplandor de las velas. Las lágrimas caían, lentas y dulces, sobre su faz de Madre.

¿Qué decía el predicador? Ya lo he olvidado; olvidé la letra, pero la música vive siempre unida al ritmo interior de mi espíritu. Y luego el órgano lloraba, suplicaba, gemía

                                                                Stabat Mater Dolorosa
                                                                Juxta crucem lacrymosa
                                                                Dum pendebat Filius!

Acababa el sermón. Cesaban los cantos. Los frailes, envueltos en sus capas blancas –el Padre Lino, el Padre Simón, el Padre Florentino, el Padre Clemente, el Padre Gregorio, el Padre Manuel, el Hermano Hilario– tornaba a su rescaño de pan en el refectorio, a su pobre tarima de madera en la celda. Yo volvía con mi madre a casa. Arriba, en el cielo, lucían y parpadeaban las primeras estrellas primaveraless. La dulce canción del río seguía entonando su murmullo de paz, junto a la vega. El ambiente de la noche tibia continuaba saturado de perfumes y de frescura.

Y me acostaba sin una pena, sin un sobresalto, sin un deseo. El remate de los pasos, los nazarenos, la voz temblorosa de don Nicolás Caballero cantando el “Miserere”, los rumores de la charanga, el murmullo de los campos, la canción de la naturaleza tan eterna como el dolor y su compañera inseparable eran el nuncio de mi sueño. Mis labios murmuraban con mi corazón “regina mater misericordiae”. Y de madrugada, tornaba a la iglesia por el agua bendita que echase al malo de los vivos de mi hogar y me preparaba a escuchar el loco y atropellado volteo de las campanas en la mañana cristiana del Sábado de Gloria.

Madrid, abril 1922

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