sábado, 31 de diciembre de 2011

80 aniversario de la muerte de José Sánchez Rojas

Como ya es habitual, desde estas páginas venimos conmemorando el aniversario del fallecimiento de José Sánchez Rojas con la trascripción de alguno de los múltiples panegíricos publicados en la prensa de la época. En esta ocasión, 80 años después del luctuoso acontecimiento, nos acercamos al Heraldo de Madrid, diario vespertino madrileño en el que se publicaron algunos de sus artículos, y reproducimos la portada de su edición de la noche del 31 de diciembre de 1931 desde donde se difundía la noticia de la inesperada muerte del escritor albense.

EN SU DORADA SALAMANCA…
Esta mañana ha muerto José Sánchez Rojas.
SALAMANCA 31. Esta mañana ha fallecido en esta ciudad el escritor D. José Sánchez Rojas.
Hace una semana Sánchez Rojas, el cordial camarada de todos los que en España manejan una pluma, el íntimo de cuantos desarrollan en la República una actividad intelectual ―política, literaria, científica―, había dejado el Madrid de su bohemia impenitente para refugiarse por unos días en su dorada Salamanca de eterno estudiante; de eterno estudiante, a pesar de haber ocupado en ella con dignidad magistral el mismo insigne estrado de Fray Luis, de Dorado Montero y de Unamuno, sus maestros respectivos de bien decir horaciano, de juridicidad ciudadana y de ciudadanía fervorosa.
Iba a Salamanca José Sánchez Rojas a pasar parte de las vacaciones navideñas entre sus mejores amigos, y también a preparar una conferencia que tenía que dar en Ciudad Rodrigo, en cuyo Colegio de San Cayetano el ilustre conterráneo de Teresa de Ávila, nacido, como ella, en Alba de Tormes aún no hacia cuarenta y siete años, habíase hecho bachiller en sus años mozos.
El terrible frío no ha querido esta vez ser piadoso con Sánchez Rojas, que, espartano de temple, capeó sin capa tantos malos inviernos. El lunes cayó en cama con una bronconeumonía, y esta mañana, después de una noche agónica, en que se vio asistido fraternalmente por lo mejor del pueblo salmantino, ha dejado de existir quien fue un compañero sabio y humilde, un fraternal hermano mayor, con algo de hijo pródigo, de varias generaciones de escritores, políticos y periodistas.
Hombre que nunca quiso jugar a ganar y supo, como un gran señor miserable, jugar a perder siempre, pudo haber sido cuanto es dable ser a un espíritu ágil y dúctil en nuestra patria, y se conformó, con cierto orgullo inconfesado, a ser «un indeseable que se imponía por su talento», un desharrapado que tuteaba a Romanones ―con quien decía haber coincidido: madurez de este, adolescencia de aquel, en los estudios universitarios superiores de Bolonia― y que, sin blanca a veces para el clásico café con media de la época de Carrére, rehusaba en una carta de prócer estilo la invitación al viaje que le hacia D. Francisco Cambó para llevarle en su yate por el Mediterráneo.
Nunca parecía que hacía nada. Era, en la apariencia, el típico «paseante en corte» a quien se ve en todos los cenáculos, del brazo de todos los prohombres, impertérrito con sus sórdido indumento ―sórdido hasta cuando acababa de estrenar un traje―, lo mismo en el «hall» del Palace que en las carreras del Hipódromo, en la tertulia de Azaña en el Congreso que en las habitaciones particulares del presidente de la República… Y, sin embargo, este gran ocioso desplegaba una actividad de polígrafo raramente igualada. Había publicado multitud de opúsculos ―sobre estética, sobre problemas sociales, sobre el amor humano, sobre el místico amor de la Santa Doctora, una de sus más caras devociones intelectuales―; colaboraba, con milagrosa asiduidad, en las principales publicaciones de España, de América, de Italia, de Francia… Y aún le quedaba tiempo para hacer política, una política generosa de gran señor que nada quiere para sí, si no es la satisfacción, a lo Crispín, de haber encumbrado con su sabio consejo tácito y su tercería periodística, nunca bien remunerada, a tanto Leandro como en el tablado de la farsa hemos visto en estos veinticinco último años.
Su muerte hará exclamar a media España, sincera aunque tardíamente dolorida: «¡Pobre Sánchez Rojas!» Y el 90 por ciento de los que se sientan apesadumbrados por su escapada definitiva de este pícaro Mundo, donde él no quiso ser el pícaro máximo, sentirán al mismo tiempo un amago de remordimiento por haber, en alguna ocasión, rehuido horterilmente el contacto con aquel gran hombre «que desentonaba». Pero le sobrevivimos también otros hombres ―los menos, por fortuna, para darle un valor de selección a nuestro invariable afecto―, que, al saber la muerte de José Sánchez Rojas, podemos decir, limpios de remordimiento alguna: Hemos perdido un gran amigo, y, sobre todo, un excelentísimo escritor, un artista del castellano. Mas nos queda el consuelo de no haberle descubierto ahora que todo el mundo va a decir de él lo mismo, sino cuando muchos le huían, a pesar de su gran talento solitario.
Heraldo de Madrid
31 de diciembre de 1931

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